28.3.24

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible. 

De botones y brocas

 Me agrada hurgar en las palabras, darles vuelo, apretujarlas, descomponerlas, abrazarlas, intimar con ellas y luego intimar otra vez hasta que ellas comprenden mi cansancio y esperan con paciencia infinita a que la musculatura del ánimo invoque toda la ciencia de mi afecto. Ayer la palabra mercería agitó mi inquietud y ocupó una buena parte de la tarde al punto de que de camino de vuelta a casa las busqué en todos los comercios sin, para infortunio mío, por mera consecución de un antojo, dar con ninguna. Parece que deriva del catalán, escrito en esa lengua de la misma manera, y se la emplea para designar la actividad laboral que comercia con "artículos pequeños y de escaso valor o importancia, tales como alfileres, botones, cintas, encajes, hilos, agujas, elásticos y otros artículos similares". El mercero es el intendente de ese establecimiento, el sujeto a vender las mercancías de ese ramo. Mi abuela (y mi madre después, disciplinada alumna suya) fueron devotas clientas de las mercerías. Recuerdo ir invariablemente a la misma y llevar apuntado en un papel lo que alguna de ellas me solicitaba. Se me antojaba imposible confiar en mi memoria. Todavía hay comercios que no concitan mi satisfacción cuando acudo a ellos y, ay, ella da ya señales de decaimiento y no me asiste como solía. De lo que no tengo afinidad alguna es del antiguo negocio de las ferreterías. No sé manejarme en ellas. Son un mundo en el que me pierdo, si bien es cierto que no me ha importado mucho ese desafecto mío. Ahí están las brocas escalonadas, las hojas de sierra de sable, los discos de lija, la pistola para la espuma de poliuretano, los cuatrocientos tipos de tornillos, las cizallas, las espátulas, los giramachos, los granetes, los botadores, los alicates, las tenazas, las remachadoras, los martillos neumáticos o la flejadora. No creo haber tenido nunca esa efusión del espíritu que te envalentona para hacerte con ese noble material, pero he comprobado el alborozo de quienes practican el noble oficio de dar apaño a todas esas singularidades domésticas que surgen y precisan la mano confiada que las enmiende.



Entendernos



Tiene el lenguaje terrenos boscosos en los que anda uno a tientas, sin saber en qué hondura meterá el pie y si, una vez metido, recobrará el paso y sabrá cómo retomar el camino. Incluso si se acostumbrará a ese andar roto y no se conminará a corregirlo. Quien escucha, avisado o no, al tanto de las exigencias de la lengua, tiene dos posibilidades: o las refuta, dándoles enmienda, o no se da por enterado y deja que el infractor (uno mismo tantas veces) prosiga su discurso. Se piensa con acostumbrada ligereza en reparar el estropicio y dar intendencia a la normativa, tan fría ella cuando se la ha conocido de cerca, tan de no ceder. Quizá importe más no pecar de listo, en fin, ustedes me entienden, exponiendo el error y ofreciendo una corrección inmediata si es otro el que la provoca. Ayer escuché en quien me hablaba un error que me dolía, pero no tuve el atrevimiento de exponerlo. No tiene nadie certezas absolutas, no hay hablantes que jamás incurran en esos accidentes semánticos o sintácticos, todos (tarde o temprano) caemos en esa desgracia lingüística. Lejos de preocuparnos tal cosa, se debería sentir alegría por el dislate. Amar la propia lengua requiere también respeto, sí, y, llegado el caso, la suficiente humildad como para reconocer que hay veces en que esa lengua, por más que creamos dominarla, nos viene grande. A mi entender, al menos a lo que hoy entiendo, no cuidamos nuestro idioma, lo zaherimos, lo apartamos, le damos importancia a veces, pero otras lo repudiamos, como si fuese un lastre, no un instrumento de uso, como si pudiésemos desatender sus consignas (las debe tener, no hay manera de que nos entendamos si no las tiene) y creer que ese valentía no cobrará más tarde su peaje. La lengua es un cuerpo vivo que reclama cuidados y afectos. Hay días en que percibimos su ascendencia y días en que nada de lo que decimos o escuchamos o leemos o escribimos posee relevancia alguna. Es esa oquedad la que se abre camino. Se afianza, se expande, toma conciencia de su existencia y ocupa la realidad y la corroe o la desangela. Es bonita la idea de que lo desangelado tuvo antes ángel. No son juegos verbales, divertimentos de la mente ociosa: la realidad está mal, no tiene quien la cante, no hay nadie que tenga el cometido de abrazarla y hacer que no flaquee, ni se deteriore, ni se envilezca. Hoy el mundo está barbarizado, embrutecido: necesita metáforas, anda huérfano de épica, pide a gritos poetas. Traer poesía adonde no la hay es un acto humanitario: la poesía no mitiga el hambre, no reduce las pandemias, no evita las guerras, pero a su secreto modo hace mejores personas y somos las personas las que permitimos que otros sufran el hambre y se encarnicen en guerras. No hay arma mejor que la palabra: una vez esgrimida, izada bien alto, exhibido su extraordinario poder, todo se conduce mejor, el mundo gira más armónicamente. Fin del entusiasmo.


El español es un tesoro de valor incalculable. Se ha pulido a través de los siglos y ha ido, sin que se aprecie esfuerzo, y habiéndolo, corriendo con los tiempos, dejándose tocar aquí y allá con el noble fin de no quedarse atrás y de contentar, algunas veces con más fortuna, otras con menos o con ninguna, a cualquier hablante que lo esgrima para expresarse. El español es una joya de la que no presumimos lo suficiente. Duele, sin embargo, que se le ningunee en los medios de comunicación; duele que quienes lo manejan públicamente (otro asunto es el ámbito privado, ahí hagan de su capa un buen sayo) no se esmeren, no caigan en la cuenta (o no les hagan caer) de que son modelos para mucha gente, que aceptan de buen grado (sin chistar, sin dudar) lo que escuchan. Hablamos mal porque no amamos el lenguaje que usamos. De ahí que los que nos dedicamos a enseñar estemos obligados a redoblar los esfuerzos o triplicarlos o multiplicarlos las veces necesarias para que nuestros alumnos tengan un referente fiable, un patrón limpio que usar y así lo amen. El lenguaje es el fundamento incuestionable de la educación: todo es lenguaje, todo se impregna de lenguaje, es el lenguaje el que conduce el resto de las áreas. Se comprenden esas áreas porque comprendemos las palabras con las que nos las explican. Entendemos el mundo, si es que es posible entenderlo, porque comprendemos las palabras con las que nos lo cuentan. Incluso nosotros mismos, caso de que nos entendamos, manejamos palabras, nos las decimos continuamente, las desplegamos, las volcamos a los demás, vivimos de las que nos dicen. Se valoran últimamente las emociones: se privilegia la educación emocional, pero el punto de partida, el sostén de esa cofre de emociones, no está forjado únicamente con gestos, con abrazos,  pero el punto de partida, el sostén de esa cofre de emociones, no está forjado únicamente con gestos, con abrazos, con los sentimientos (los buenos, los nobles) con los que enseñamos, sino también con la emoción de las palabras. Son ellas las que guían, de ellas extraemos lo que nos hace mejores personas y lo que hace de nuestra sociedad un lugar más justo y también, por qué no, más hermoso.

Neil Young es un planeta



 Hay canciones de Neil Young que duran nueve minutos cuando podrían durar para siempre. Lo que sorprende es que haya un motivo que conmine a los músicos a cerrarlas. No tenemos ni idea de lo que hace que un canción ocupe el aire o lo que hace que se desvanezca en él. Hasta no importaría que nadie  escuchase la melodía. Tampoco hemos puesto el pie en Júpiter y sabemos que ocupa un lugar en el infinito sideral y que, mientras nosotros paseamos una avenida al atardecer o recogemos la mesa después de almorzar, Júpiter gira. Neil Young sigue de gira también. Él es un planeta. Lleva una eternidad deambulando con su canción por el negro obcecado de la cabeza de algún dios del que todavía no sabemos nada. Lleva ochenta años con su canción en la cabeza. 

27.3.24

Una pesadilla

 



"Por lo tanto no veo nada malo en cabalgar sobre la pesadilla esta noche. Me llama relinchando desde las copas de los árboles que se mecen, desde el viento que aúlla. La atraparé y cabalgaré sobre ella en este aire terrible. Árboles y arbustos por igual tiran de sus raíces, como si deseasen volar con nosotros hasta la luna, como aquel toro salvaje y enamorado cuya cría es el cuarto creciente. Nos alzaremos hasta ese loco infinito donde no existe arriba ni abajo, la elevada confusión de los cielos. Cabalgare sobre la pesadilla pero llevare las riendas".


(La pesadilla, Gilbert Keith Chesterton)



Ayer


En La pesadilla, artículo aparecido en el Daily News hacia 1.900, Chesterton sostiene que un cuerdo puede intimar con la locura, pero no es recomendable dejar jugar al loco con la cordura. Defiende la fascinación de cabalgar sobre las pesadillas, divisar en la bruma del sueño escandaloso al monstruo tenaz, saberlo juguete de nuestro desvarío y volver después a lo real, contento de fantasía, extasiado por la visión del extravío puro aunque aliviado al descubrir su carácter falso, fingido, montado en un escenario que no existe, arrimado al desorden. 


Nightmare, pesadilla en inglés, obedece desde la propia entidad lingüística a ese carácter poético de lo vivido en los sueños. Palabra formada por dos: night, noche, y mare, yegua. El cuerdo puede vivir el delirio del sueño, pero el loco no puede soportar la realidad. Lo real desquicia. Podemos ver bestias extraídas del mismo infierno a nuestra vera, en la ficción consentida, en la literatura, en la religión, en el tapiz del cine, pero nuestro espíritu no es capaz de enfrentarse a un perro al incidente de un perro atropellado por un coche delante nuestra. Puede ese espíritu, vuelvo a Chesterton, contemplar el horror siempre que no sucumba a la fascinación de adolarlo. Los débiles (sostiene) son los que veneran a dioses temibles y desconcertantes. 


Hoy


Los dioses que se veneran hoy son franquicias. El terror de hoy en día es frívolo. Lo anticipaba Chesterton a principios del siglo XX. En la frivolidad, en lo vacuo o en lo simple, el terror es un elemento de la tragedia, un ingrediente que acelera o retrasa la trama, que la afecta y la concluye o la deforma, pero no es el músculo que la hace vivir. El dios al que hoy se hace reverencia es un dios inalámbrico, uno inofensivo, carente de los atributos de las deidades de antaño, incapaz de cumplir las expectativas metafísicas del usuario. El cielo bendito con el que se pactaba el trato de la fe es ahora un Iphone. En lo tecnológico, en ese seguro territorio de verdades lo suficientemente débiles como para no luchar siquiera cuando se las reprueba con otras verdades igual de sacrificables, se edifica la moral de la plebe. Al hombre del hoy se le ilumina la inteligencia con hipervínculos, con llaves que abren mil puertas tras las que hay otras puertas que llevan a dependencias que están vacías. Todo es invitación a una invitación, un sueño plácido dentro de otro, un camino que se alarga ad nauseam sin que se advierte término, descanso para quien lo transita. El dios al que se rinden tributos está en dentro del algoritmo del Google. Si Chesterton levantara la cabeza, apesadumbrado, reaccionaría con estupor. Tendría miedo, no sé si terror puro. Y sería un pánico atroz, sí, pero sutilísimo porque la naturaleza de estos demonios es enteramente fantasmal. No son gárgolas ni son pavorosas criaturas descritas por un Lovecraft comido de opio: son códigos binarios, son espacios virtuales, son los reinos de las redes sociales o de la IA, es todo ese fango infinito en donde las pesadillas se solapan, se entrecruzan, se lastiman y se retiran para que entren otras a beneficio del mercado. Ese es el dios único y plenipotenciario: el Mercado. Pero Chesterton, el tunante, el ladino, creo que ya sabía todo esto.


Mañana


Mañana el caos será patrocinado por una empresa de cosméticos emocionales. Venderán odio y lujuria y paz. El mundo de los sentimientos, el que gobierna la forma en que compramos, en que nos relacionamos con el mercado, habrá sido rediseñado a nivel neuronal. Es la culminación de la doblegación absoluta del deseo. Los libros de autoayuda habrán desaparecido por completo. Lo siento por los nietos de Coelho Bucay, de verdad. La gente se limitará a someterse a una sesión de optimismo o de genio o de mansedumbre y bastará un pago en un terminal virtual incrustado en su córtex cerebral para que el tránsito de un estado emocional a otro sea satisfactorio. Chesterton, caso de que levante por segunda vez la cabeza, buscaría una taberna del Soho y se metería una pinta de cerveza y luego otra más. Buscaría a su dios en el fondo de su alma y se dejaría mecer por los vapores vivíficos del alcohol. En el sueño, en ese país sin gobierno, buscaría un caballo bien sano. Lo montaría y se alejaría por la bruma. Libre. Buscando monstruos. Sintiendo en el pecho la libertad de poder batallar al mal en su propia casa. Cuerdo en la locura. No al contrario.



Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.